Un temblor me despierta. Mis falanges se contraen aferrándose a los reposabrazos de este trono polvoriento. Mis alas se agitan, desprendiéndose de parte de tegumento que se fragmenta y cae, antes de regenerarse.
¿Cuánto tiempo llevo muerto? Demasiado. En este palacio que es de hueso, hueca calavera por cuyas cuencas, ventanales se filtra la luz del exterior, tenue y mortecina y a veces se puede oír el sonido del viento atravesando la estancia... aquí llevo, más tiempo del que puedo calcular. Cacular... recordar.
No recuerdo muchas cosas, y otras, me es imposible olvidarlas. Mi nombre, aquello que define quién soy, aquello que me daría poder sobre mí mismo —Pues soy fata hasta después de mi muerte—, se halla perdido tal vez en el caos de volúmenes flotantes que pueblan la cúpula de este particular Ymir en que me hallo preso.
Tal vez si lo encuentro recupere mi sangre y pueda fluir a través de un brazo con venas, nervios... carne y por supuesto, estos huesos viejos. No sé si renaceré, o si tan solo me será devuelta la vida. No importa.
Es mi única oportunidad de lograr escapar de este palacio fuera del tiempo, de esta eternidad enmohecida y tóxica de segundos infinitos y oscuridad malsana.
La alternativa es dormir, rendirme al silencio y abrazar el Olvido. Algo que ya he intentado, y nunca funcionó. Esta es la novena vez que emerjo del Sopor, y siempre, siempre lo hago con una pregunta, e insaciable sed de respuestas.
Me incorporo, mi esqueleto cruje. No puedo medir el tiempo, ni saber en qué año estamos, ni importa. Sé que es hora de empezar a trabajar.
jueves, 10 de septiembre de 2015
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